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Una Europa con alma

Una Europa con alma

En un ejercicio de exagerada falta de humildad, siempre pienso -o trato de creerme- que quizás yo no jugaría mal al golf por aquello de que el “swing” no se aleja mucho del golpe de derecha del tenis. Por cierto, aún recuerdo el primer día -después de muchos años de minigolf- que me puse a dar bolas y en el que descubrí que era zurdo, como lo soy en el fútbol. Algo normal si no fuera porque al tenis juego con la derecha, que es también la mano con la que escribo desde que tengo uso de razón. En fin, rarezas aparte, confieso que me gustaría encontrar algún día el tiempo necesario para poder decir eso de que “juego al golf”. Le regalé, de hecho, la pasada Navidad un guante a mi mujer -quien hizo sus “pinitos” hace ya unos cuantos años- para ver si juntos tirábamos el uno del otro. Pero aunque “cogió” el guante, no lo hizo en el sentido que yo esperaba. Así que así seguimos los dos…

Este fin de semana la Ryder Cup ha sido la culpable de que volviera a aflorar en mí ese deseo que no sé si seré capaz de cumplir algún día. ¡Qué competición! ¡Qué espectáculo! No me refiero al aspecto puramente deportivo… Ni a la humillación a la que parecía abocado Estados Unidos tras la paliza que estaba recibiendo del combinado europeo al término de la penúltima jornada de competición, más dolorosa aún por ser en Nueva York… Tampoco a la increíble reacción del equipo norteamericano en el último día, que estuvo a punto de darle la vuelta al marcador en lo que habría sido una remontada histórica… 

Me refiero a la mística que rodea este desafío -en un deporte siempre lleno de liturgia- y al orgullo y a la emoción que sienten los jugadores que participan en este torneo por defender a su país, en el caso de los estadounidenses, o a su continente, en el caso de los europeos. Una emoción que se traslada al espectador o que, al menos en mi caso, yo sentí de un modo especial.

En una Europa más dividida que nunca, con cuerpo pero sin alma -como diría mi admirado Jaime Mayor Oreja-, ver a los Ram, McIlroy, Fleetwood, Rose, Hutton, Aberg… unidos y emocionados en la defensa de los colores de Europa, sin otra motivación que el orgullo de ese origen y de esas raíces comunes, a mí personalmente me ha tocado la fibra. Difícil olvidar la imagen del irlandés Shane Lowry tras embocar su último “putt” en el hoyo 18 celebrando ese medio punto que garantizaba a Europa que retenía la Ryder y sus declaraciones posteriores entre lágrimas:

“Me puse sobre el putt pensando: este es el momento. Le dije a Darren (su caddie): tengo la oportunidad de hacer lo más grande de mi vida aquí. La Ryder Cup significa absolutamente todo para mí. He ganado un Open en Irlanda, un sueño cumplido. Pero la Ryder Cup para mí lo es todo, y hacerlo hoy, en el 18, delante de todos… ha sido durísimo”.

Creo que algunos de los jugadores norteamericanos donan a causas benéficas parte del fee de 500.000 USD que recibe cada uno por participar en la Ryder y representar a su país. Quizás, no lo sé, lo hagan todos o, incluso quizás, no lo sé tampoco, haya algunos que lo donen íntegramente. Lo que sí sé es que ninguno de los jugadores que compiten representando a Europa cobran ni un solo dólar- o, mejor dicho, ni un solo euro-. Se llama grandeza y nada tiene que ver con que todos ellos sean jugadores de éxito y, muchos, millonarios. Porque, desgraciadamente, el dinero para muchos nunca es ni parece suficiente. Salvo cuando se trata de luchar por algo en lo que se cree de verdad.

Por un momento la Ryder nos ha devuelto la esperanza al demostrar, claro que sí, que Europa tiene alma. Ojalá nuestros dirigentes tomen nota y aprendan del ejemplo de un puñado de hombres que nos han vuelto a demostrar que el deporte es el mejor espejo para una sociedad cada vez más necesitada de referentes.

A ver si ellos, a diferencia de mi mujer, sí “cogen el guante”…

Imagen portada: Ryder Cup